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San Juan y aquella fragancia del tomillo que ella pisaba al subir
por el monte.
Verdad era que de algún tiempo a aquella parte su
pensamiento, sin que ella quisiese, buscaba y encontraba secretas
relaciones entre las cosas, y por todas sentía un cariño
melancólico que acababa por ser una jaqueca aguda.
Una tarde de otoño, después de admitir una copa de cumín que
su padre quiso que bebiera detrás del café, Anita salió sola, con el
proyecto de empezar a escribir un libro, allá arriba, en la
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Leopoldo Alas, «Clarín»
hondonada de los pinos que ella conocía bien; era una obra que
días antes había imaginado, una colección de poesías «A la
Virgen».
Don Carlos le permitía pasear sin compañía cuando subía al
monte de los tomillares por la puerta del jardín; por allí no podía
verla nadie, y al monte no se subía más que a buscar leña.
Aquel día su paseo fue más largo que otras veces. La cuesta
era ardua, el camino como de cabras; pavorosos acantilados a la
derecha caían a pico sobre el mar, que deshacía su cólera en
espuma con bramidos que llegaban a lo alto como ruidos
subterráneos. A la izquierda los tomillares acompañaban el
camino hasta la cumbre, coronada por pinos entre cuyas ramas el
viento imitaba como un eco la queja inextinguible del océano.
Ana subía a paso largo. El esfuerzo que exigía la cuesta la
excitaba; se sentía calenturienta; de sus mejillas, entonces
siempre heladas, brotaba fuego, como en lejanos días. Subía con
una ansiedad apasionada, como si fuera camino del cielo por la
cuesta arriba.
Después de un recodo de la senda que seguía, Ana vio de
repente nuevo panorama; Loreto quedó invisible. Enfrente estaba
el mar, que antes oía sin verlo; el mar, mucho mayor que visto
desde el puerto, más pacífico, más solemne; desde allí las olas no
parecían sacudidas violentas de una fiera enjaulada, sino el ritmo
de una canción sublime, vibraciones de placas sonoras, iguales,
simétricas, que iban de Oriente a Occidente. En los últimos
términos del ocaso columbraba un anfiteatro de montañas que
parecían escala de gigantes para ascender al cielo; nubes y
cumbres se confundían, y se mandaban reflejados sus colores. En
lo más alto de aquel cumulus de piedra azulada Ana divisó un
punto; sabía que era un santuario. Allí estaba la Virgen. En aquel
momento todos los celajes del ocaso se rasgaban brotando luz de
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La Regenta
sus entrañas para formar una aureola a la Madre de Dios, que
tenía en aquella cima su templo. La puesta del sol era una
apoteosis. Las velas de las lanchas de Loreto, hundidas en la
sombra del monte, allá abajo, parecían palomas que volaban sobre
las aguas.
Al fin llegó Ana a la hondonada de los pinos. Era una cañada
entre dos lomas bajas coronadas de arbustos y con algunos
ejemplares muy lucidos del árbol que le daba nombre. El cauce de
un torrente seco dejaba ver su fondo de piedra blanquecina en
medio de la cañada; un pájaro, que a la niña se le antojó ruiseñor,
cantaba escondido en los arbustos de la loma de poniente. Ana se
sentó sobre una piedra cerca del cauce seco. Se creía en el
desierto. No había allí ruido que recordara al hombre. El mar, que
ya no veía ella, volvía a sonar como murmullo subterráneo; los
pinos sonaban como el mar y el pájaro como un ruiseñor. Estaba
segura de su soledad. Abrió un libro de memorias, lo puso en sus
rodillas, y escribió con lápiz en la primera página: «A la Virgen».
Meditó, esperando la inspiración sagrada.
Antes de escribir dejó hablar al pensamiento.
Cuando el lápiz trazó el primer verso, ya estaba terminada,
dentro del alma, la primera estancia. Siguió el lápiz corriendo
sobre el papel, pero siempre el alma iba más deprisa; los versos
engendraban los versos, como un beso provoca ciento; de cada
concepto amoroso y rítmico brotaban enjambres de ideas poéticas,
que nacían vestidas con todos los colores y perfumes de aquel
decir poético, sencillo, noble, apasionado.
Cuando todavía el pensamiento seguía dictando a borbotones,
tuvo la mano que renunciar a seguirle, porque el lápiz ya no podía
escribir; los ojos de Ana no veían las letras ni el papel, estaban
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Leopoldo Alas, «Clarín»
llenos de lágrimas. Sentía latigazos en las sienes, y en la garganta
mano de hierro que apretaba.
Se puso en pie, quiso hablar, gritó; al fin su voz resonó en la
cañada; calló el supuesto ruiseñor, y los versos de Ana, recitados
como una oración entre lágrimas, salieron al viento repetidos por
las resonancias del monte. Llamaba con palabras de fuego a su
Madre Celestial. Su propia voz la entusiasmó, sintió escalofríos, y
ya no pudo hablar: se doblaron sus rodillas, apoyó la frente en la
tierra. Un espanto místico la dominó un momento. No osaba [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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