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Muy tarde ha venido usted le dijo ella.
Sí, he estado de media guardia en el hospital.
¿Qué, no va usted a bailar?
Yo no sé.
¿No? No. ¿Y usted?
Yo no tengo ganas. Me mareo.
Casares se acercó a Lulú a invitarle a bailar.
Oiga usted, negra la dijo.
¿Qué quiere usted, blanco? le preguntó ella con descaro.
¿No quiere usted darse unas vueltecitas conmigo?
No, señor.
¿Y por qué?
Porque no me sale... de adentro contestó ella de una manera achulada.
Tiene usted mala sangre, negra le dijo Casares.
Sí, que usted la debe tener buena, blanco replicó ella.
¿Por qué no ha querido usted bailar con él? le preguntó Andrés.
Porque es un boceras; un tío antipático, que cree que todas las mujeres están
enamoradas de él.
¡Que se vaya a paseo! Siguió el baile con animación creciente y Andrés permaneció
sin hablar al lado de Lulú.
Me hace usted mucha gracia dijo ella de pronto, riéndose, con una risa que le
daba la expresión de una alimaña.
¿Por qué? preguntó Andrés, enrojeciendo súbitamente.
¿No le ha dicho a usted Julio que se entienda conmigo? ¿Sí, verdad?
No, no me ha dicho nada.
Sí, diga usted que sí. Ahora, que usted es demasiado delicado para confesarlo. A
él le parece eso muy natural. Se tiene una novia pobre, una señorita cursi como nosotras
para entretenerse, y después se busca una mujer que tenga algún dinero para casarse.
No creo que ésa sea su intención.
¿Que no? ¡Ya lo creo! ¿Usted se figura que no va a abandonar a Niní? En seguida
que acabe la carrera. Yo le conozco mucho a Julio. Es un egoísta y un canallita. Está
engañando a mi madre y a mi hermana... y total, ¿para qué?
No sé lo que hará Julio..., yo sé que no lo haría.
Usted no, porque usted es de otra manera... Además, en usted no hay caso,
porque no se va a enamorar usted de mí ni aun para divertirse.
¿Por qué no?
Porque no.
Ella comprendía que no gustara a los hombres. A ella misma le gustaban más las
chicas, y no es que tuviera instintos viciosos; pero la verdad era que no le hacían
impresión los hombres.
Sin duda, el velo que la naturaleza y el pudor han puesto sobre todos los motivos de
la vida sexual, se había desgarrado demasiado pronto para ella; sin duda supo lo que
eran la mujer y el hombre en una época en que su instinto nada le decía, y esto le había
producido una mezcla de indiferencia y de repulsión por todas las cosas del amor.
Andrés pensó que esta repulsión provenía más que nada de la miseria orgánica, de
la falta de alimentación y de aire.
Lulú le confesó que estaba deseando morirse, de verdad, sin romanticismo alguno;
creía que nunca llegaría a vivir bien.
La conversación les hizo muy amigos a Andrés y a Lulú.
A las doce y media hubo que terminar el baile. Era condición indispensable, fijada
por doña Leonarda; las muchachas tenían que trabajar al día siguiente, y por más que
todo el mundo pidió que se continuara, doña Leonarda fue inflexible y para la una
estaba ya despejada la casa.
III.- Las moscas
Andrés salió a la calle con un grupo de hombres.
Hacía un frío intenso.
¿Adónde iríamos? preguntó Julio Vamos a casa de doña Virginia propuso
Casares . ¿Ustedes la conocerán? Yo sí la conozco contestó Aracil.
Se acercaron a una casa próxima, de la misma calle, que hacía esquina a la de la
Verónica. En un balcón del piso principal se leía este letrero a la luz de un farol:
VIRGINIA GARCÍA
COMADRONA CON TÍTULO DEL COLEGIO
DE SAN CARLOS
(Sage femme)
No se ha debido acostar, porque hay luz dijo Casares.
Julio llamó al sereno, que les abrió la puerta, y subieron todos al piso principal.
Salió a recibirles una criada vieja que les pasó a un comedor en donde estaba la
comadrona sentada a una mesa con dos hombres. Tenían delante una botella de vino y
tres vasos.
Doña Virginia era una mujer alta, rubia, gorda, con una cara de angelito de Rubens
que llevara cuarenta y cinco años revoloteando por el mundo. Tenía la tez iluminada y
rojiza, como la piel de un cochinillo asado y unos lunares en el mentón que le hacían
parecer una mujer barbuda.
Andrés la conocía de vista por haberla encontrado en San Carlos en la clínica de
partos, ataviada con unos trajes claros y unos sombreros de niña bastante ridículos.
De los dos hombres, uno era el amante de la comadrona. Doña Virginia le presentó
como un italiano profesor de idiomas de un colegio.
Este señor, por lo que habló, daba la impresión de esos personajes que han viajado
por el extranjero viviendo en hoteles de dos francos y que luego ya no se pueden
acostumbrar a la falta de confort de España.
El otro, un tipo de aire siniestro, barba negra y anteojos, era nada menos que el
director de la revista El Masón Ilustrado .
Doña Virginia dijo a sus visitantes que aquel día estaba de guardia, cuidando a una
parturienta. La comadrona tenía una casa bastante grande con unos gabinetes
misteriosos que daban a la calle de la Verónica; allí instalaba a las muchachas, hijas de
familia, a las cuales un mal paso dejaba en situación comprometida.
Doña Virginia pretendía demostrar que era de una exquisita sensibilidad.
¡Pobrecitas! decía de sus huéspedes . ¡Qué malos son ustedes los hombres! A
Andrés esta mujer le pareció repulsiva.
En vista de que no podían quedarse allí, salió todo el grupo de hombres a la calle. A
los pocos pasos se encontraron con un muchacho, sobrino de un prestamista de la calle
de Atocha, acompañando a una chulapa con la que pensaba ir al baile de la Zarzuela.
¡Hola, Victorio! le saludó Aracil.
Hola, Julio contestó el otro . ¿Qué tal? ¿De dónde salen ustedes?
De aquí; de casa de doña Virginia.
¡Valiente tía! Es una explotadora de esas pobres muchachas que lleva a su casa
engañadas.
¡Un prestamista llamando explotadora a una comadrona! Indudablemente, el caso
no era del todo vulgar.
El director de El Masón Ilustrado , que se reunió con Andrés, le dijo con aire
grave que doña Virginia era una mujer de cuidado; había echado al otro mundo dos
maridos con dos jicarazos; no le asustaba nada. Hacía abortar, suprimía chicos,
secuestraba muchachas y las vendía. Acostumbrada a hacer gimnasia y a dar masaje,
tenía más fuerza que un hombre, y para ella no era nada sujetar a una mujer como si
fuera un niño.
En estos negocios de abortos y de tercerías manifestaba una audacia enorme. Como
esas moscas sarcófagas que van a los animales despedazados y a las carnes muertas, así
aparecía doña Virginia con sus palabras amables, allí donde olfateaba la familia
arruinada a quien arrastraban al spoliarium .
El italiano, aseguró el director de El Masón Ilustrado , no era profesor de idiomas
ni mucho menos, sino un cómplice en los negocios nefandos de doña Virginia, y si sabía
francés e inglés era porque había andado durante mucho tiempo de carterista,
desvalijando a la gente en los hoteles.
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