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acercaba el pico a la cara repitiendo: «Pobre Robinson Crusoe. ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado? ¿Cómo
has llegado hasta aquí?», y otras cosas por el estilo que yo le había enseñado.
No obstante, aunque sabía que había sido el loro y que no podía ser nadie más, pasó un buen rato hasta
que me re puse del susto. En primer lugar, me asombraba que hubiese podido llegar hasta allí y, luego, que
se quedara en ese sitio y no en otro. Mas como ya sabía que no podía ser otro que mi fiel Poll, me
tranquilicé y, extendiendo la mano, lo llamé por su nombre, Poll, y la amistosa criatura, se me acercó, se
apoyó en mi pulgar y, como de costumbre, acercó el pico a mi rostro y continuó hablando conmigo: «Pobre
Robinson Crusoe. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Dónde has estado?», como si se hubiese alegrado de
verme nuevamente. Así, me lo traje a casa conmigo.
Estaba saturado de los reveses del mar, lo suficiente para meditar durante varios días sobre los peligros a
los que me había expuesto. Me habría gustado traer mi bote de vuelta, de este lado de la isla pero no sabía
cómo hacerlo. Sabía que no volvería a aventurarme por la costa oriental, en la que ya había estado, pues el
corazón se me apretaba y se me helaba la sangre al pensarlo. No sabía lo que podía encontrar en la otra
costa pero, si la corriente tenía la mis ma fuerza que en la costa oriental, correría el mismo riesgo de ser
arrastrado por el agua y alejado de la isla. Con estas razones, me resigné a la idea de no tener ningún bote,
aunque hubiese sido el producto de muchos meses de trabajo, no solo para construirlo sino para echarlo al
mar.
Habiendo controlado mis impulsos, podrán imaginarse que viví un año en un estado de paz y sosiego.
Mis pensamientos se ajustaban perfectamente a mi situación, me sen tía plenamente satisfecho con las
disposiciones de la Providencia y estaba convencido de que vivía una existencia feliz, si no consideraba la
falta de compañía.
En este tiempo, perfeccioné mis destrezas manuales, a las que me aplicaba según mis necesidades y creo
que llegué a convertirme en un buen carpintero, en especial, si se tenía en cuenta que disponía de muy
pocas herramientas.
Aparte de esto, llegué a dominar el arte de la alfarería y logré trabajar con un torno, lo que me pareció
infinitamente más fácil y mejor, porque podía redondear y darles forma a los objetos que al principio eran
ofensivos a la vista. Mas, creo que nunca me sentí tan orgulloso de una obra, ni tan feliz por haberla
realizado, que cuando descubrí el modo de hacer una pipa. A pesar de que, una vez terminada, era una
pieza fea y tosca, hecha de barro rojo, como mis otros cacharros, era fuerte y sólida y pasaba bien el humo,
lo que me proporcionó una gran satisfacción porque estaba acostumbrado a fumar. A bordo del barco había
varias pipas pero, al principio, no les hice caso porque no sabía que encontraría tabaco en la isla pero, más
tarde, cuando regresé por ellas, no pude encontrar ninguna.
También hice grandes adelantos en la cestería. Tejí mu chos cestos, que, aunque no eran muy elegantes,
estaban tan bien hechos como mi imaginación me lo había permitido y, además, eran prácticos y útiles para
ordenar y transportar algunas cosas. Por ejemplo, si mataba una cabra, podía colgarla de un árbol,
desollarla, cortarla en trozos y traerla a casa en uno de los cestos. Lo mismo hacía con las tortugas: las
cortaba, les sacaba los huevos y separaba uno o dos pedazos de carne, que eran suficientes para mí, y traía
todo a casa, dejando atrás el resto. Los cestos grandes y profundos me servían para guardar el grano, que
siempre desgranaba apenas estaba seco.
Comencé a darme cuenta de que la pólvora disminuía considerablemente y esto era algo que me resultaba
imposible producir. Me puse a pensar muy seriamente en lo que haría cuando se acabara, es decir, en cómo
iba a matar las cabras. Como ya he dicho, en mi tercer año de permanencia en la isla, capturé una pequeña
cabra y la domestiqué con la esperanza de encontrar un macho, pero no lo conseguí. Esta cabra creció, no
tuve corazón para matarla y, finalmente, murió de vieja.
Pero estaba en el undécimo año de mi residencia y, como he dicho, las municiones comenzaban a
escasear, de modo que me dediqué a estudiar algún medio para atrapar o capturar viva alguna cabra,
preferiblemente una hembra con cría.
Con este fin, tejí algunas redes y creo que más de una cayó en ellas. Pero m
is lazos no eran fuertes,
porque no tenía alambre, y siempre los encontraba rotos y con el cebo comido.
Finalmente, decidí hacer trampas. Cavé varios fosos en la tierra, en sitios donde, según había observado,
solían pastar las cabras y, sobre ellos, coloqué un entramado, que yo mismo hice, con bastante peso encima.
Algunas veces, dejaba espigas de cebada y arroz sin colocar la trampa, y podía observar, por las huellas de
sus patas, que las cabras se las habían comido. Finalmente, una noche coloqué tres trampas y, a la mañana
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